VUELA EL COLOR / CORRE LA PLUMA
En el museo del convento de San Marcos, en Florencia, se ve a una niña vestida de blanco, parada de puntitas sobre un rayo de sol.
Estira el cuello y su curiosidad recorre las formas y el espacio que más pueden acercarle al Beato Angélico: son aquellas pequeñas maravillas tal vez llamadas recuadros o paneles en la parte baja de La virgen y el Niño bendiciendo o los que parecen sostener a Marcos el Evangelista o a Pedro el Apóstol.
La niña, recién llegada de la topografía interior de Bengasi, piensa no sólo en las figuras sino también en las claridades del vuelo, en los tonos alados de los ángeles en hs Anunciaciones e imagina las plumas de los pájaros que con el tiempo verá cruzando selvas, montes, cascadas y cielos tan azules como sus ojos.
La niña, llamada Teresa, baja del rayo de sol en donde estaba y pone los pies sobre la tierra, como cuando el color deposita sus principios sobre la superficie.
De las sorpresas de la escala cromática, piensa Teresa Cito años más tarde, me quedo con los colores que vuelan. Y no sólo con aquellos que lo hacen en semicírculo, como los del arcoiris, no: porque yo sé que la olla de oro está al final de otras tonalidades, tal vez indescriptibles y que suelen hallarse si bajamos, aunque sea mediante la reflexión, al subsuelo. Allá, en las minas, se ven destellos cruzar de una esmeralda a otra o de la malaquita al feldespato o del azufre a la turmalina, pasando por túneles de granate donde proliferan estatuillas de jade y las inundaciones del mercurio...
Hace Teresa una pausa y continúa diciéndonos, en absoluto silencio: —El vuelo del color también suele apreciarse, cuando cruzan el aire las guacamayas azules y amarillas o cuando descubrimos la solitaria brasa del cardenal o el escándalo negro de los tordos o "el relámpago verde de los loros", como escribió el poeta Ramón López Velarde... Ah, y el temblor del color entre las ramas: la hoja de maple que nace verde pero que emprende su viaje hacia el suelo ya casi anaranjada de tan sepia. O el trayecto de la resina balsámica del liquidámbar, que se desplaza hasta llegar a la corteza de un pino de Malinalco donde las mariposas nunca se detienen y mandan a volar por un día al menos, el polvillo de sus matices.
¿Y el recorrido de la sangre a las clavículas?, se pregunta Teresa en voz baja. ¿Y la caravana multicolor que parte del esternón de una paloma, sin pasar por las costillas de un dragón volador?
Sin abrir la boca, Diego y yo miramos los cuadros y le decimos a su autora: —El vuelo del color semeja barcos pero además produce vértigos, precipicios, acantilados a donde podemos asomarnos si conseguimos un par de alas para los ojos. En esos planos tan profundos se levanta el velo de los párpados y se afinan los rigores de las pupilas. Porque el vuelo que tú pintas, sabe de enjambres que cruzan como nubes fraccionadas: aquellas que descubrías tan altas en los altares, apoyada en una especie de plinto o de "predella".
—Al color del vuelo, apunto sin hablar, mirando a Diego y a Teresa, se llega por los atajos del siena, los mapas del turquesa o por los doscientos tonos de verde que tan bien se acomodan en la geografía toscana y en la región de Los Tuxtlas. Además, les digo, cuando el vuelo tiene que ver con el revuelo, puede llamarse también altanería, escándalo o asombro. Ver el cielo allá abajo, como quería Altazor.
Volteo a ver los cuadros y no dejo de hablar bien calladito: —Tus colores, Teresa, pasan sin posarse por tus caminos, ya sean estos de tela o de madera, porque alzar el vuelo es levantar la vista. Es, asimismo, batir alas para remontarse y desde lo más distante, ya en volandas, rastrear sin abatirse, fisgonear sin petrificarse. Es ser ave o insecto con un verdadero surtidor de alegría en lo más tinto del corazón.
Después de ver una y otra vez las pinturas, me despido de Diego y de Teresa. Bajo a la calle y quedo solo, con la imaginación en espiral, la pluma en la mano y la libreta fija. Anoto lo que llega volando a mi cabeza:
Vuelo perturbador de los primarios.
Las alas de los ángeles son rojas, azules, blancas o de oro. Sirven para inclinarse ante la más santa de las divinidades.
En la arquitectura de la vista es donde los colores nacen para volar.
Imágenes devocionales: la fe hace que las montañas vuelen hasta formar parvadas.
El color tiene abismos. La luz determina la intensidad de la caída.
Los vuelos del color tienen el espesor del verano.
Los vuelos del color tienen el espesor del verano lluvioso.
Los vuelos del color tienen el espesor del verano lluvioso que a veces nos inunda.
Los vuelos del color tienen el espesor del verano lluvioso que a veces nos inunda de melancolía.
Los vuelos del color tienen el espesor del verano lluvioso que a veces nos inunda de melancolía y nos hace pensar en Bengasi o en Florencia.
Teresa Cito nos eleva, nos alza, nos invita a mirar hacia abajo, hacia la lumbre del agua, hacia los limites externos: ahí es donde se gesta la iridiscencia de los vuelos. ¿Será esto lo que acabo de contemplar?
Estructuras desmoronándose, amores cegadores extinguiéndose, aludes de palideces, cofradías de manchas, cenizas que al abismarse se empurpuran.
Cierro la libreta, abro los ojos. Siguen pasando frente a mí las obras, permitiendo que la grisura depresiva de la ciudad se ilumine por un instante al menos.
Sonrío y le digo al taxista: —Ojalá el Juicio Final sea como lo pintó el Beato Angélico, con llamas pero con flores, y con estrellas y trompetas que anuncien la carrera de la pluma y el vuelo del color.